La caída (3)

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Relato escrito por Violeta Gutiérrez González

—¡Seguro que sacas un diez!

—Tú mínimo sacas un siete, seguro.

—Yo creo que voy a suspender.

—¡Buena suerte a todos!

—No, yo creo que yo saco un cinco o un seis.

—Yo también voy a suspender.

—¡He sacado un cero con cinco!

—¡Mira, mira!

—¡Qué bien!

—¿Qué has sacado tú?

—¡Eh, tenemos la misma nota!

—¿Y tú?

—He sacado más de lo que esperaba…

—¡Yo un ocho!

El mismo revuelo de siempre se formó cuando el profe al final de la clase repartió las notas. Gente gritando notas por todos lados, preguntando, imaginando qué será lo que habrá sacado su compañero, intercambiando opiniones… Lo que nunca dejaría de ocurrir. Lo que me ponía un poco nerviosa —demasiada gente gritando cosas sin sentido, que tampoco eran noticias que hubiera que poner en un periódico, solo notas de un examen—.

Cuando el profesor me entregó el examen, yo lo cogí con mi “técnica” especial que utilizaba desde hace unos cuantos años.  Básicamente, al coger el examen simplemente tapaba la nota con el pulgar para que nadie la viera. No sé yo qué me pensaba que era, solamente por hacer una cosa tan simple como eso. A ver, con la práctica ya lo hacía más o menos sin tener que pensar, pero tampoco era algo tan importante.

—¿Te imaginas que, cuando miras la nota, pone que has sacado más de un diez? —susurró Esperanza.

—Eso no puede ser posible —repliqué, reprimiendo las ganas de gritarle que me dejara en paz de una vez por todas.

—No, no —se corrigió, ignorándome—. ¿Te imaginas que pone que has sacado más de un diez, y que eres la PRIMERA alumna en hacer eso en toda la historia de los institutos?

—Ya cállate —la corté—. Si saco algo, será un cero.

—Pero si lo hiciste genial —se quejó Esperanza.

Lo sé, exagerábamos un poco. Las dos —aunque más ella—. Así era yo, lamentablemente.

—No lo hice genial —volví a insistir—. Vale, quizás no un cero, pero más de un siete no saco.

—Vaya… Qué cambio de opinión tan leve… Un cero y un siete —masculló ella, con ironía en la voz. La ironía que YO muchas veces utilizaba—. Como están tan cerca…

—Tú déjame.

Destapé la nota, con cuidado de que Rosa—la chica que se sentaba a mi lado— no la viera, aunque ella estaba ocupada con su propio examen.

8.75.

Eso ponía, bastante grande, en bolígrafo rojo, rodeado por el típico círculo nunca cerrado al completo de los profesores. Siempre me preguntaba si ese círculo no cerrado del todo significaba algo. Probablemente no; casi todo el mundo, no solo profesores, hacíamos ese círculo a mano alzada.

El círculo rodeando mi 8.75 era uno de los más normales, ni muy cerrado ni muy abierto. Ni yo sabía ya por qué me ponía a pensar todas esas cosas de círculos y gente. ¿Tenía un problema en la cabeza o qué?

—¿Ves? Te lo dije —le solté a Esperanza—. El más de diez no existe.

—Eso no demuestra que no exista… —murmuró—. Seguro que en el próximo examen lo consigues. Además mira, tampoco es ni un cero ni un siete. ¡Es un 8.75!

—No lo grites —susurré.

—Como si pudieran oírme… —masculló Esperanza—. ¡Es un 8.75, escúchame! Seguro que es más de lo que han sacado el resto de los de tu clase.

—No. —Negué con la cabeza—. Él habrá sacado más que yo. Y ella, y ella, y él, y ese… quizás, y también él… y ella… —Fui señalando levemente a quien mencionaba.

—Ya cállate, que no sabes sus notas —me interrumpió.

—Ellos nunca saben las mías pero hacen suposiciones —señalé.

—Da igual. Tú no sabes sus notas.

—Pues seguro que…

—Seguro que te tienen mucho cariño, que te quieren, que te admiran y que han sacado peor nota que tú…

—Pero…

¿De dónde se sacaba tantas tonterías para soltar cada segundo?

—————

A la vez que la única chica capaz de discutir con Esperanza hacía eso mismo, discutir con Esperanza, una chica, de su misma clase, sintió como si le hubieran pegado un puñetazo en el estómago mientras miraba su examen. Si lo pensaba bien, estaba segura de que un puñetazo en su estómago le dolería menos que su nota.

“Un seis… Mis padres me van a matar…”, pensó, demasiado preocupada como para pensar en cualquier otra cosa.

Mucha gente habría considerado que ese seis era una buena nota, teniendo en cuenta que ese examen había sido bastante complicado, pero para ella era lo peor que le podría haber pasado. Sabía que sus padres no le dejaban sacar menos de un ocho, y estaba segura de que, en cuanto llegara a su casa, sus padres la iban a castigar y regañar demasiado. “Y seguro que…” Sacudió la cabeza, intentando apartar peores pensamientos que… Esos.

Sacó la agenda de su mochila, un poco asustada. Sentía cómo temblaba, y también lo veía. Muy pocas veces había sacado menos de lo que sus padres le habían pedido. Obviamente temblaba.

Abrió la agenda, por la página en la que apuntaba las notas de sus exámenes. La revisó con la mirada:

10

9

8.5

9.25

10

8.75

9.75

8.3

7.9

10

9.5

Y bastantes más.

Y ahora, al final del todo, tenía que escribir ese maldito número. 6.2. Ya la habían castigado demasiado cuando sacó ese siete con nueve, y no quería ni pensar qué harían sus padres con un seis con dos. ¿Serían majos y solamente la castigarían sin móvil, tablet, ordenador y consola? ¿O irían incluso más profundos en el castigo?

“No puede ser… ¿Cómo que un seis con dos?”

Seguía esperando que eso solamente fuera un sueño, una advertencia de lo que ocurriría si no estudiaba suficiente… A lo mejor aún quedaban unos días antes del examen, seguía sentada frente a su escritorio, estudiando incansablemente y quizás se había quedado dormida… ¿Podría ser solamente un aviso para que se despertara?

No parecía… Era demasiado real.

—Un seis… con dos… Nos van a matar de verdad —susurró Decepción, pero la otra aún sintió el filo oculto en cada una de las palabras.

—¿Qué hago? —murmuró ella.

Levantó la vista, y miró a los compañeros de su clase.

Había gente gritando sus notas, preguntando a otras personas o enseñando sus exámenes. Otros solamente miraban su examen, sentados en su mesa, sin decir nada. Pero nadie parecía demasiado sorprendido. Ni los que habían suspendido, ni los que habían sacado las notas más altas.

Solo estaba ella, ahí sentada, petrificada mirando su examen. Y a su lado estaba Decepción, como siempre, lista para hablar con su afilada lengua hiriente.

—¿Tendré que estudiar más para el próximo examen? —le preguntó a Decepción.

—¿No podrías haber estudiado más para este? —preguntó Decepción, sin responder a la pregunta y remarcando mucho la palabra “este”.

—No… no creo… —respondió, sintiéndose cada vez peor, y ligeramente mareada.

—¿Estás bien?

La chica que había sacado un seis con dos se giró, cubriendo al mismo tiempo su examen con su agenda. Una amiga suya estaba delante de ella, con las manos apoyadas en la mesa, y mirándola preocupada.

—¿Yo? —preguntó la aludida.

—Sí, tú —respondió su amiga—. Te veo un poco agobiada.

La primera se rio.

—No, yo estoy perfectamente bien —sonrió.

No lo estaba.

—————

Cogí mi mochila y salí de mi clase cuando sonó la alarma que indicaba que era hora del primer recreo, al igual que el resto de mis compañeros.

Me dirigí a un sitio del patio, donde estaban también algunas amigas mías de otra clase —como siempre— y me senté en un banco, dejando mi mochila en el suelo y mi abrigo encima de la mochila.

Miré a mis amigas, que en ese momento estaban persiguiéndose las unas a las otras, riéndose. Entre las grietas de mi mente, se coló el pensamiento y la pregunta de cómo podría conseguir pasar el recreo con la gente que más quería estar. No era que no quisiera estar con estas amigas, pero no siempre sentía que encajaba con ellas.

No sentía que encajaba con mucha gente. Prácticamente con nadie. Sentía como si fuera un pez blanco en un banco de peces negros. Pocas veces sentía ese sentimiento de que encajaba con alguien, y a menudo solo era por un momento.

—Seguro que dentro de poco se darán cuenta de lo mucho que te quieren y necesitan, y empezarás a encajar con todos —susurró Esperanza en mi oído.

Reprimí un resoplido.

—No. Siempre dices lo mismo. Y yo sé que nunca va a pasar.

Puede que fuera un poco negativa. Puede que no dejara ninguna esperanza entrar dentro de mí —o, al menos, lo intentaba—. Puede que esa no fuera la mejor forma de afrontar todo esto.

Pero así era yo, y no podía hacer nada para cambiarlo. Mi mente funcionaba de una forma, y no existía un botón para cambiar su funcionamiento. Si existiera, ya habría pulsado el botón bastante antes. Porque, aunque alguien intente cambiar su forma de ser, su verdadero yo siempre acaba asomando, por mucho que se intente reprimirlo.

—————

Ya había sonado el timbre que indicaba la llegada del primer recreo, pero una chica que había sacado un seis con dos en un examen seguía sentada en su mesa, tratando aguantar las lágrimas. Aunque no la hubiera intentado mirar, sabía que Decepción estaba a su lado, como solía hacer.

El profesor había recogido los exámenes hacía un rato, pero en su mente aún estaba ese seis con dos rojo rodeado por un círculo, también rojo. El rojo seguía clavado en sus ojos, y estaba segura de que si alguien la miraba iba a ver un seis grabado en un ojo y un dos en otro. Al final estaba segura de que en vez de letras, números y colores vería seises con dos y el color rojo.

—Nadia, ya ha sonado el timbre —le avisó el profesor, acercándose a ella.

La chica levantó la cabeza.

—¿Eh? —preguntó. No se había dado cuenta de que había sonado la alarma—. Ah, sí, ya…

Se levantó, y empezó a recoger sus cosas.

—Oye, Nadia —la llamó el profesor. Esta levantó la cabeza otra vez, con un cuaderno en sus manos que había cogido de su mesa para guardarlo—. No te preocupes por el examen. No ha sido mala nota. Además, no va a contar tanto para nota, y aún os quedan algunos exámenes y trabajos antes de que acabe el trimestre. Estoy seguro de que no vas a suspender.

—Si suspendieras… Uy, ahí ya no tengo ni idea de lo que nos harían nuestros padres. Si un siete ya es como suspender para nosotras y para nuestros padres… Un seis con dos… —susurró Decepción al oído de Nadia.

—No me lo recuerdes… —masculló esta, aunque ya lo recordara sin ayuda de Decepción. Miró a su profesor—. Bueno, creo que me tengo que ir ya… ¡Que hay recreo! —exclamó, fingiendo alegría.

—De verdad, ¿estás bien? —preguntó su profesor, mientras Nadia se iba rápidamente.

—————

Cuando terminó el instituto, salí del edificio, y me dirigí al autobús que tenía que coger rápidamente.

Solía hacer eso. Aunque tardara en salir de la clase, iba andando rápido —casi nunca corriendo— hasta el autobús, para tener el sitio que quería. Me conformaba con un sitio de dos personas libre, porque no tenía a nadie con quien sentarme, aunque prefería sentarme delante del todo, en parte porque así tenía asegurado un sitio si me sentaba en el primer asiento libre de dos que viera.

No era que no tuviera amigos donde vivía —eso sí, tampoco tenía tantos—, pero a algunos les gustaba sentarse solos, y otros ya tenían alguien con quien sentarse. Yo siempre decía que no me importaba estar sola, que ya estaba acostumbrada desde hacía años. Dos amigas mías —dos que no eran de mi clase, algunas con las que estaba en el patio— solían intentar sentarse cerca de mí para hablar, aunque no siempre había sitios, o simplemente no hablábamos, por variedad de razones.

—Hola —las saludé cuando entraron en el autobús.

—Hola —me saludaron de vuelta, mientras buscaban con la mirada un sitio de dos libre cercano.

—Quizás una de ellas decida hoy sentarse contigo… —susurró Esperanza.

—Cállate, no te inventes cosas —murmuré.

Mis dos amigas —Cristina y Aitana— ese día tuvieron suerte, y se sentaron detrás de mí. Cristina, que era la que estaba justo detrás de mí, me tocó la cabeza con la mano.

—Hey, puedes bajar el asiento, si quieres —me avisó.

Asentí, y eché hacia atrás el respaldo del asiento, cosa que me facilitaba para hablar con mis amigas.

—¿Qué tal? —pregunté cuando terminé de bajar el asiento, girándome.

—Mañana tenemos examen de mates… —murmuró Cristina—. No sé qué tal me va a salir.

Aitana estaba con el móvil, pero aprovechó para comentar:

—Yo tampoco estoy segura.

Me reí.

—Estoy segura de que os saldrá genial. Las dos sois muy listas. —Lo decía en serio.

—¿Hoy os han dado las notas de un examen? —preguntó Cristina.

—Sí —asentí—. ¿Cómo lo sabes?

—Me lo dijo antes Nadia… La vi un poco triste —respondió Cristina.

—¿Triste? Eso es raro de ella… Ah, sí, es verdad. En el recreo la vi un poco… Sí, triste. Creo que ha sacado mala nota en el examen.

—¿Qué has sacado? —preguntó Cristina.

—Ya sabes que no me gusta decir las notas que saco… —Medio sonreí.

Cristina asintió.

—Bueno… ¿Y me puedes decir al menos si te ha salido bien o mal?

Esbocé una sonrisa pequeña pero entera.

—¿Qué es bien y qué es mal?

—¡Oye!

Esa técnica, el preguntar qué era bien y qué era mal, era una técnica que yo utilizaba muchas veces, normalmente para no tener que decir qué nota había sacado. No era algo que me inventara como excusa, a veces me ponía a preguntarme justo eso. ¿Qué era bien y qué era mal? No solo en los exámenes, ni con el bien y el mal. ¿Qué era normal y qué era raro? ¿Qué hacía que algo o alguien fuera guapo o feo? ¿No dependía del punto de vista de la gente? ¿Todo el mundo debía opinar igual? ¿Qué decretaba lo que era normal o raro? Si alguien le parece otra persona guapa, ¿el resto tiene que opinar lo mismo? Si a alguien una nota le parece mala, ¿el resto tiene que opinar lo mismo? Si alguien hace algo fuera de lo común, ¿ya es una persona rara o aún no? ¿Entonces nadie era “normal”?

Era, si lo pensabas, un verdadero misterio, el comprender al resto. Si algo a ti te parecía de una forma, ¿cómo podías saber si a otro le parecía igual o distinto? ¿Cómo la gente podía esperar que entendieras a los otros si una cosa para uno era de una forma pero para otro era de otra? ¿O, y si ni siquiera llegabas a entenderte a ti mismo? ¿Cómo podías saber lo que a otro le parecía algo si ni siquiera tú llegabas a entenderlo? ¿Era acaso posible? ¿Cómo podías saber con certeza lo que pensabas de otros, o siquiera de ti mismo? No tenías una máquina mágica que te lo dijera, y ni tu cerebro ni tu subconsciente te hablaban para mantenerte al día de todo lo que pasaba por tu mente o explicarte qué significaba lo que pensabas o sentías en cada momento. Todo era más complicado de lo que parecía.

Y sí, yo le daba demasiadas vueltas a todo… Pero lo necesitaba saber, y comprender. Quería poder estar segura de algo antes de poder ir a lo siguiente, pero nada respondía todas las preguntas de uno, y solamente se creaban más preguntas mientras se esperaban las respuestas, que en este tipo de cosas pocas veces llegaban.

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