La caída (2)

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Relato escrito por Violeta Gutiérrez González

Primera Parte
Vida

—Levántate, que vas a llegar tarde.

Abrí los ojos. Mi padre estaba en mi habitación, subiendo la persiana. La luz del sol me hacía querer volver a cerrar los ojos, pero si los cerraba me volvería a dormir, y si lo hacía llegaría tarde al instituto. El instituto era el lugar en el que mejor me lo pasaba, así que no me iba a permitir perder el autobús.

—Ya voy —murmuré, aunque quería seguir durmiendo un poco más.

Mi padre salió de mi habitación, y me incorporé mirando el reloj de mi móvil, que estaba en mi mesilla al lado de mi cama. No era tan tarde. Había ignorado las cinco alarmas que me sonaban en el móvil, pero mi padre estaba para despertarme si me dormía. Sabía que no era lo mejor, pero me costaba mucho evitar volver a dormirme.

Salí de mi cama y me acerqué al armario en el que guardaba mi ropa. Cogí una camiseta y un pantalón al azar, conformándome simplemente con que la camiseta fuera de manga larga y el pantalón me abrigara lo suficiente. Me vestí y me dirigí al baño, para peinarme.

Al coger el cepillo de pelo, levanté la vista, mirando el espejo. “Ojalá poder romper ese espejo”, pensé, apartando la vista. 

Odiaba verme. En una foto, en un vídeo, en un espejo o en cualquier otra cosa. Lo odiaba, ya está. No me gustaba mi físico. Nada de nada.

Probablemente con una simple descripción física mía no muy profunda nadie podía decidir si tenía razón odiando tanto mi físico —pelo castaño, rizado, ondulado y largo, ojos marrones con algún trozo ligeramente más claro y algo alta—, pero eso es lo que tienen las descripciones genéricas: se aplican a mucha gente que si las ves en persona pueden ser muy distintas. De todos modos, yo siempre decía que no me solía fijar en el físico. Y no era mentira, apenas me fijaba en el físico cuando conocía a alguien, y luego me fijaba en la personalidad y en las expresiones. Pero cuando veía a alguien todos los días, al final sí acababa fijándome un poco en el físico. Por ejemplo, yo. Y yo era una de esas personas que conocía que eran horribles y que no aguantaba, pero por razones obvias no me podía librar de mí misma.

Me terminé de peinar, comprobé que todo estuviera listo para el instituto y, cuando estaba lista, como aún me quedaban cinco minutos, me tumbé en la cama, a ver un poco el móvil hasta que fuera la hora de salir.

—————

Una chica de pelo castaño, rizado, ondulado y largo, ojos marrones con algún trozo ligeramente más claro y algo alta entró en el instituto. Fue directamente a la puerta de su clase, que estaba cerrada, y dejó la mochila en la pared, apoyándose al lado. Tres de sus compañeros estaban ahí también, esperando. Había alrededor de diez mochilas en la puerta, a pesar de las solo cuatro personas presentes.

—¡Hola! —Una de las compañeras de la chica se acercó a esta.

Tenía el pelo castaño, pero con algunas partes más rubias, liso, y bastante largo, le llegaba a la mitad de la espalda. Sus ojos eran verdes, con ligeros tonos grisáceos o azulados. Era algo más baja que la primera.

—Buenos días, Nadia —la saludó la de ojos marrones.

—¿Qué tal?

—Como siempre. ¿Tú?

«Como siempre» era una frase que muchas veces utilizaba. Según ella, no la obligaba a decir su estado de ánimo. Estaba respondiendo a la pregunta, y no estaba mintiendo. Solamente si no sabías cómo solía estar ella no podías saber cómo estaba. Y normalmente, cuando lo utilizaba, era que estaba triste, se sentía mal o algo por el estilo, como siempre.

—Yo bastante cansada… —respondió Nadia—. Mira que inventar los lunes… ¿A quién se le ocurrió la idea?

Su compañera intentó sonreír ligeramente.

—Bueno, si no hubiera lunes, serían los martes los que tendrían la mala fama —comentó—. Ningún día tendría mala fama si siempre hubiera instituto… o todos los días la tendrían. Aunque, cuando hubiera fiesta, la mala fama le caería al día en el que se volvieran a empezar las clases.

—¿Cómo se te ocurre decir eso? —preguntó Nadia, notablemente indignada—. Sería horrible que siempre hubiera instituto.

—Si tú lo dices… —Se encogió de hombros y apoyó la cabeza en la pared, aún esperando a que llegaran el resto de sus compañeros, que sonara la alarma que avisaba que empezaban las clases y que llegara el profesor.

—A veces, chica, no te entiendo… —murmuró Nadia, negando con la cabeza.

“Prácticamente siempre, Nadia. Prácticamente siempre,” pensó la chica de los ojos marrones, pero no dijo nada.

—————

Cuando sonó el timbre, el resto de gente de mi clase que no estaba en la puerta del aula apareció, como siempre ocurría. El profesor llegó y abrió la puerta, y yo al entrar en el aula me dirigí a mi sitio asignado. Me sentaba en la última fila, en la columna central, al lado de una chica de clase con la que no hablaba apenas, Rosa.

Por raro que pudiera parecer, me gustaba bastante el lugar donde me sentaba, al fondo del todo. Algunas desventajas tenía —como que en algunos momentos costaba escuchar lo que decía el profesor si quienes se sentaban delante de mí estaban hablando—, pero me gustaba ese sitio porque me sentía más segura. Por alguna razón que no llegaba a comprender, me sentía incómoda si me sentaba más adelante, sabiendo que tenía a alguien detrás de mí. Mis sitios favoritos eran cualquiera de la última fila, y los asientos de las esquinas de la primera fila. En todos esos sitios sentía como que tenía una bastante buena visión de la clase, y en todos esos sitios estaba en una esquina o en un borde, así que no me sentía tan rodeada y podía mirar a quien quisiera de la clase sin que nadie se diera cuenta.

Me senté, poniendo mi mochila y mi abrigo en el respaldo de la silla, y saqué el cuaderno y el libro de la asignatura que me tocaba, además del estuche y otro libro. Ese otro libro no era de clase, sino uno que yo me traía de mi casa para leer en cuanto me empezara a aburrir en la clase. Además, tampoco era la única de clase que lo hacía.

Y, aunque hubiera gente que pudiera pensar que al leer me distraía, en verdad no. Tenía una capacidad bastante sorprendente para poder enterarme más o menos de lo que decía el profesor a la vez que leía, y así podía volver a integrarme en la clase en cuanto me fuera útil porque no me gustaba no prestar atención a cosas nuevas. En cambio, lo que ya me sabía —lo que repasábamos por milésima vez— no me importaba perdérmelo.

La pregunta que imaginaba que escucharía pronto fue la primera en formularse en cuanto todo el mundo se sentó:

—¿Has corregido ya los exámenes?

—Sí, sí los he corregido —respondió el profesor. Yo ya sabía qué iba a ser lo próximo que iba a decir—: Pero los entregaré cinco minutos antes de que termine la clase.

—¿Por qué no nos los das ahora?

La típica conversación de siempre después de un examen… Ya era algo que se escuchaba muy a menudo entre profes y alumnos. Tras un corto rato, el profesor por fin recondujo la conversación:

—Os doy los exámenes luego, ya está. Como he dicho, ya los he corregido, y están regular. Hoy os voy a explicar uno de los ejercicios del examen que más gente ha fallado, a ver si así lo entendéis.

El profe se dirigió a su mesa, cogió un examen para utilizarlo al explicar el ejercicio y empezó a escribir algo en la pizarra.

Yo cogí mi libro, y empecé a leer, aún levantando la cabeza de vez en cuando para enterarme bien de lo que explicaba el profe y para asegurarme de que había tenido bien ese ejercicio o que al menos lo comprendía.

—Seguro que sacas alguna de las notas más altas de clase en el examen.

Como todos los días, Esperanza estaba conmigo, a mi lado. Suspiró alegremente, y yo puse los ojos en blanco.

—¿No tienes a alguien más que molestar? —Levanté los ojos de mi libro, molesta—. Ya deberías saber que a quien lee no le gusta ser molestado.

—Bah, no me puedes impedir estar aquí contigo. Además, eres la única que me escucha.

—No me extraña, no creo que haya mucha gente que te quiera escuchar por decisión propia. Eres decepcionante.

—¡Oye! —exclamó Esperanza, con un tono que parecía algo indignado—. No lo soy. Me necesitas.

—Sí, sí, lo que digas… —mascullé—. Déjame —pedí aburrida, mientras me volvía a concentrar en mi lectura.

—————

Y, mientras la única chica que escuchaba a Esperanza leía, esta empezó a recordar la primera vez que fue escuchada.

La chica tenía casi tres años cuando escuchó claramente por primera vez a Esperanza. Ese mismo día su pequeño pez dorado había muerto, y la chica estaba muy triste.

—Ey, no te preocupes… —susurró la madre de la chica que en ese momento tenía casi tres años—. Seguro que…

Pero la madre se había callado mientras su hija lloraba, sin saber muy bien qué decirle. Esperanza, que, como siempre, había visto todo lo que la hija había visto y sentido todo lo que la hija había sentido, se acercó.

—Mamá y papá seguro que nos regalan otro pez en cuanto sea nuestro cumpleaños —susurró—. Quizás, si tenemos suerte, incluso dos.

La chica levantó la vista, abriendo mucho los ojos.

—¿Tú crees?

—Sí —respondió Esperanza—. O, quizás, resulta que nuestro pececito tiene magia, y puede revivir.

—¿SEGURO? —preguntó la chiquita, muy sorprendida.

—Seguro —asintió Esperanza con convicción.

—Seguro… —se repitió la pequeña a sí misma, llenándose de más y más ilusión mientras sonreía.

La madre se giró, mirando a su hija.

—¿Hija, qué haces ahí? —preguntó.

—Estoy hablando con… —empezó a decir la hija, girándose a Esperanza. Pareció darse cuenta de algo—. ¿Tú quién eres? ¿Qué haces aquí? ¿Por qué….? ¿Por qué siento que te conozco desde hace mucho?

—Vamos a casa de la tía —avisó la madre, empezando a salir de la habitación.

—¡Seguro que la tía nos regala algo! —exclamó Esperanza, con ilusión, mirando sonriente a la chica de casi tres años, a quien también se le puso una sonrisa.

—¡La casa de la tíaaaaaaaa! —gritó, mientras corría a por su madre, olvidándose de la confusión que había sentido hacía un momento.

—————

Por supuesto que su pez no había revivido. Por supuesto que no le habían regalado dos peces por su tercer cumpleaños, ni tampoco uno… Pero esa chica había seguido confiando en Esperanza, cada una de las veces que le hablaba.

Sí, alguna vez había tenido razón, pero no demasiadas. La mayoría de veces eran ensoñaciones demasiado grandes para ser verdad. La única chica que escuchaba a Esperanza lo sabía, e intentaba a veces ignorarla, pero esta siempre acababa susurrándole algo que le hacía imaginarse cosas… Y al final eso siempre la llevaba a decepciones.

“¿Cómo que no quedan más sitios en el cine?” preguntaba, aunque su madre le había avisado que probablemente se quedaban sin plazas. Esperanza le había dicho que seguro que al menos sobraban dos sitios para ella y su madre.

“Me ha dicho que no puedo ir con ella…” sollozaba, aunque todas las señales que le había hecho su amiga habían indicado que no iba a querer que la acompañara. Esperanza había sugerido que seguro que eran señales mal interpretadas.

“No he conseguido ningún premio…” se lamentaba, a pesar de que todos le habían dicho que probablemente no iba a ganar nada en el concurso. Esperanza le había asegurado que al menos un premio conseguiría.

Demasiadas veces ocurría eso. La única chica que escuchaba a Esperanza se convencía que debería dejar de escucharla, pero no podía. Si descubriera un mando que tuviera la opción de silenciar a Esperanza, lo utilizaría en cuanto pudiera. Pero no lo tenía, y se tenía que resignar a escucharla hablar cuando le diera la gana.

Y, aunque la mayoría de veces simplemente se llevaba una decepción y ya está, había veces que Esperanza decía cosas demasiado grandes. Cosas que la única chica que la escuchaba anhelaba profundamente, cosas que ya se había convencido de que nunca conseguiría ni ocurrirían, pero Esperanza había aparecido frente a esas convicciones y dejado grietas demasiado grandes y llenas de esperanza que derrumbaban lo construido, llenando todo con esos pensamientos tan esperanzados que no podían ser verdad. Y la chica tardaba mucho en conseguir volver a construir las convicciones, y Esperanza estaba ahí para ralentizar el proceso mucho más.

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